Nieve sobre el mar
Hoy ha nevado en la playa. Cuando al levantarme he abierto las persianas, no me lo podía creer. Desde mi salón, podía ver mi terraza cubierta de nieve y el monte completamente blanco. Corriendo, me he puesto unas botas y un chaquetón sobre el pijama, y he subido al tejado del edificio para comprobar si desde allí se veía la playa. Pero sólo veía una masa gris de nubes y tormenta, así que de vuelta en casa me he vestido con lo primero que he pillado y he caminado decidida los 15 minutos que me separan del mar. Por el camino me preguntaba si sería yo la única loca que saldría a la calle en mitad de una nevada para ver el mar, pero pronto me he dado cuenta de que no. A la playa llegaba gente desde varias callejuelas. Todos confluíamos en una plazoleta que sirve de mirador, y los más aventurados bajaban las resbaladizas escaleras hasta la arena, que estaba cubierta de nieve. Sonreíamos y nos mirábamos con complicidad.
Algunos llevaban cámaras de fotos, otros, como yo, imagino que han llegado allí movidos por la curiosidad y que con la sorpresa de recién levantados ni siquiera han pensado en la cámara ni en nada más, sólo en ver el increíble espectáculo. Encuentro algo de ingenuo en querer contener en una imagen un momento irrepetible, como si así lo hiciéramos perdurar. Las cámaras de fotos son una especie de máquinas de capturar recuerdos, pero los recuerdos son inaprensibles. En mi memoria hay una luz de mar sobre el blanco de la nieve, unas sonrisas cómplices, una sensación de frío que me transportaba a mi lugar de origen, el tacto abrigado en mi cabeza del gorro de lana que me hizo mi madre y la bufanda a juego rodeándome el cuello… Las calles medievales envueltas en aire y copos de nieve, la conversación en el supermercado, alguien que me dice que hacía 30 años que no caía una nevada así, y que no se recordaba haber visto nunca nieve en la playa… El regreso a casa, mi mecedora, un té, las vistas a través del cristal… La conciencia de saber que he sido testigo de un acontecimiento único.
¿Podría haber captado con mi cámara todos esos instantes de mi particular universo? ¿No serían esas imágenes, en papel o en pantalla del ordenador, iguales a las que mostrarán los periódicos mañana, a las que me dicen los amigos que están viendo en televisión? Intentaré grabarlas en mi memoria, el único soporte que puedo ir moldeando a mi gusto, prescindiendo de la objetividad de lo estático.
Algunos llevaban cámaras de fotos, otros, como yo, imagino que han llegado allí movidos por la curiosidad y que con la sorpresa de recién levantados ni siquiera han pensado en la cámara ni en nada más, sólo en ver el increíble espectáculo. Encuentro algo de ingenuo en querer contener en una imagen un momento irrepetible, como si así lo hiciéramos perdurar. Las cámaras de fotos son una especie de máquinas de capturar recuerdos, pero los recuerdos son inaprensibles. En mi memoria hay una luz de mar sobre el blanco de la nieve, unas sonrisas cómplices, una sensación de frío que me transportaba a mi lugar de origen, el tacto abrigado en mi cabeza del gorro de lana que me hizo mi madre y la bufanda a juego rodeándome el cuello… Las calles medievales envueltas en aire y copos de nieve, la conversación en el supermercado, alguien que me dice que hacía 30 años que no caía una nevada así, y que no se recordaba haber visto nunca nieve en la playa… El regreso a casa, mi mecedora, un té, las vistas a través del cristal… La conciencia de saber que he sido testigo de un acontecimiento único.
¿Podría haber captado con mi cámara todos esos instantes de mi particular universo? ¿No serían esas imágenes, en papel o en pantalla del ordenador, iguales a las que mostrarán los periódicos mañana, a las que me dicen los amigos que están viendo en televisión? Intentaré grabarlas en mi memoria, el único soporte que puedo ir moldeando a mi gusto, prescindiendo de la objetividad de lo estático.