Espejos y palabras
En Nicaragua conocí a mi yo nicaragüense. Es extraño cuando te encuentras con alguien en la otra punta del mundo con quien podrías haber intercambiado tu vida tranquilamente. Es algo más joven que yo, y se llama Milagros. De haber nacido yo en Nicaragua, creo que ahora mismo estaría haciendo lo que ella, terminando la carrera de periodismo y participando en una radio campesina encargándome de un programa para mujeres que las ayude a conocer sus derechos. De haber nacido Milagros en esta otra parte del mundo, probablemente estaría en mi lugar, trabajando de periodista y dirigiendo en sus ratos libres una revista utópica como Iguazú.
Hemos iniciado una larga correspondencia que va alternado entre las cosas que nos decimos por e-mail, y las cosas que preferimos plasmar en manuscritos que ni siquiera sabemos cuándo llegarán a manos de la otra. Por e-mail me dice que cada vez que comienza a escribirme le parece que ya sé el final de la historia, y a mí me pasa igual. También me dice que me está escribiendo manuscritos en hojas amarillas con olor a mango que encontró en un basurero... Yo mientras tanto le escribo en las últimas hojas de un cuaderno que compré hace ya tres años, cuando llegué a Barcelona y que sólo ahora termino.
Por supuesto, no dejamos los e-mails de lado, y me encanta recibir sus mensajes, largos, reflexivos, muy parecidos a una carta, a los que yo contesto con más y más palabras casi manuscritas sobre la pantalla del ordenador. Pero cuando en algún momento nos reencontremos, sacaremos las hojas dobladas de nuestros bolsillos, con su olor a mango, con su textura barcelonesa, y nos reconoceremos en esas palabras escritas en tinta, con nuestras manos, en cualquier lugar en el que de repente nos pensamos y nos sentimos tan cerca que basta un papel y un bolígrafo para transportarnos la una al lado de la otra, y milagrosamente, en ese momento, una palabra manuscrita es mucho más rápida que el más efectivo de los servidores de correo electrónico.
Hemos iniciado una larga correspondencia que va alternado entre las cosas que nos decimos por e-mail, y las cosas que preferimos plasmar en manuscritos que ni siquiera sabemos cuándo llegarán a manos de la otra. Por e-mail me dice que cada vez que comienza a escribirme le parece que ya sé el final de la historia, y a mí me pasa igual. También me dice que me está escribiendo manuscritos en hojas amarillas con olor a mango que encontró en un basurero... Yo mientras tanto le escribo en las últimas hojas de un cuaderno que compré hace ya tres años, cuando llegué a Barcelona y que sólo ahora termino.
Por supuesto, no dejamos los e-mails de lado, y me encanta recibir sus mensajes, largos, reflexivos, muy parecidos a una carta, a los que yo contesto con más y más palabras casi manuscritas sobre la pantalla del ordenador. Pero cuando en algún momento nos reencontremos, sacaremos las hojas dobladas de nuestros bolsillos, con su olor a mango, con su textura barcelonesa, y nos reconoceremos en esas palabras escritas en tinta, con nuestras manos, en cualquier lugar en el que de repente nos pensamos y nos sentimos tan cerca que basta un papel y un bolígrafo para transportarnos la una al lado de la otra, y milagrosamente, en ese momento, una palabra manuscrita es mucho más rápida que el más efectivo de los servidores de correo electrónico.
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