Una tarde de Julio
Ainara López se estrena en Iguazú con esta historia sobre un encuentro casual entre dos mujeres.
Una tarde de julio
En ese momento me encontré contigo.
No alcanzo a recordar el nombre de la calle, la posición exacta de la mesa de aquella terraza en la que parecías esperarme. No puedo afirmar con seguridad si me fijé en ti o me elegiste. Pero puedo recordar como si fuera hoy que apagaste un cigarrillo mientras sostenías mi mirada, que cruzaste las piernas desafiándome y que el color de tu vestido era azul como tus ojos.
Contra las sombras de los edificios de la acera de enfrente el recorte de tu silueta surgió como de un sueño. Hube de entornar los ojos para no perderme. No parecías real. No debías serlo. Me miraste como si lo hicieras por primera vez. Supe entonces que no me habías reconocido. Aún no estabas preparada. Pero yo sabía de nosotras, por eso alargué la mano y te invité a sentarte.
Tú no querías dominarme, me lo dijiste cuando, mirándome directamente a los ojos, me pediste un lugar donde pasar la noche. No querías volver a casa dijiste. Deja que me pierda contigo, recuerdo que también lo dijiste. Y yo te cogí la mano sin saber porqué y sin saber porqué te sonreí.
Cruzaste la carretera despacio. Segura. Eras poderosa por lo consciente de tu debilidad. Y aunque pasaría mucho tiempo antes de estar preparada para canalizar tu fuerza, yo intuí en aquel momento que acabarías abandonándome.
No esperaba nada de aquel encuentro. Bajaste la mirada y yo pedí algo de beber. Querías construir conmigo un universo de silencios para refugiarnos del ruido que nos rodeaba y yo te dije que podíamos intentarlo. Toda la conversación era una absoluta locura que no nos conduciría a ninguna parte; pero allí sentada, en la terraza de una calle cualquiera, un día en que no sabía cómo emplear la tarde, me pareció que perderla contigo era lo mejor que podía hacer con mi tiempo.
Te sentaste a mi lado. La distancia que debió separarnos no existía. Tú me dijiste que no tenías nada que ofrecerme, yo te contesté que había dejado de esperar. Y así en un cruce de la vida, nos encontramos.
Decidimos no hablar de nosotras, inventar nombres en los que reconocernos por primera vez, mentir si la ocasión lo requería, nacer de nuevo para un encuentro casual una tarde de julio.
Me pareció bien no saber quién eras. No tener dónde buscarte. No tener dónde acudir si en adelante te echaba de menos. Uno no puede confiar su suerte a un extraño. La vida cotidiana debe quedar al margen.
Sin promesas dijiste, evitando usar cualquier tiempo verbal que no fuera presente. Y a mí me pareció bien.
Beber nos ayudó a no tener vergüenza. Encadenábamos frases que nos conducían hacia una conversación en la que nos reconocimos como en un espejo. Poco a poco abandonamos tu frivolidad y mi recelo para encontrarnos en aquellas palabras que nos devolvían la certeza de que la casualidad no existe.
Me perdí con la vida que se te escapaba de las manos, con una sonrisa contagiosa cargada de lágrimas, con esa clase de felicidad fingida que me hacía sentirte cerca. Y me deje llevar porque anochecía, porque el tráfico ya no molestaba y en la terraza no quedaba una mesa libre. Me hundí en la profundidad de unos ojos que cambiaban de color a medida que avanzaba la noche. Esto debe de ser el paraíso, me dije. Todo lo que había salido a buscar aquella tarde en que no pude quedarme en casa se encontraba frente en mí, al otro lado de una mesa cualquiera en una calle sin nombre. Me mirabas como quien mira un cuadro, con la curiosidad de un niño y la necesidad de un náufrago.
Y yo empecé a imaginar lo que podía ser quererte. Tú jugabas con una servilleta, ausente.
Me sedujo tu particular modo de observarme. Hablabas sin parar y me mirabas. A veces lo hacías de reojo como esperando que yo hubiese desaparecido; otras, alzabas los ojos por encima de la copa y te encontrabas conmigo. Calladas, regresábamos sobre las razones que llevan a dos mujeres a citarse en un bar. Recuerdo que estabas morena, que llevabas el pelo recogido y una falda larga. Me preguntaba como sería despertar todas las mañanas a tu lado. Quise que me abrazaras enseguida, estaba nerviosa y lo sabías, jugaba con la servilleta intentando distraer tu atención.
Me gustas mucho te dije inesperadamente. La servilleta cayó al suelo y tú sonreíste. Lo esperabas supongo. Complacida llamaste al camarero pidiendo la cuenta. Tenía prisa por salir de allí. Quería dejar de refugiarme en las palabras. Había desaparecido el miedo. La mesa que nos separaba era demasiado grande, necesitaba salvar la distancia y recorrerte la piel despacio. Y tú habías decidido seguirme en esta especie de aventura a la que me habías invitado unas horas antes.
Estabas muy hermosa. Ser sincera te sentaba bien. Y quise saber más de ti. Derrumbarte. O derrumbarme. O que nos derrumbáramos juntas. Si conocer la verdadera naturaleza de alguien te da poder, entonces yo lo quería, no para destruirte sino para poseerte. Deseaba ver como caían los muros de tu artificio y esperarte al otro lado de tu particular campo de batalla. Sabía que todavía no confiabas en mí pero también sabía que lo estabas intentando.
Caminamos con la urgencia del que acaba de descubrir que se hace tarde. Las calles se vaciaban. El calor disminuía. En un momento dado me rozaste tímidamente los dedos. Te miré en silencio y me volviste la cara. Te daba vergüenza. No querías hablar de ello.
Me asusté. Porque esperaba tu rechazo y a ti no parecía importarte. Te hubiera mirado pero sabía que me esperabas con la seguridad del que asume un riesgo.
Entraste primero en el ascensor. Hasta ese momento no me había fijado en tu espalda. Estabas delgada. Bajo aquella piel que apenas había tocado el sol adivinaba trazos de una historia. Quería recorrerte la columna con el dedo índice hasta llegar a la nuca, besarte lentamente en los hombros, hacer que te abandonaras a un abrazo inesperado que te dejaría indefensa.
Me adelanté a tus deseos. Podía verte a través del espejo. Me apoyé en ti dejándome hacer y tú que parecías tenerlo todo bajo control sólo alcanzaste a abrazarme. Sentía tu respiración, con la mandíbula a la altura del cuello me rozabas la mejilla. No quise darme la vuelta. Aún no estaba preparada. Cuando cerraste los brazos en torno a mí supe que todo estaba por hacer. Habíamos abandonado las palabras en las que nos refugiábamos, un silencio terapéutico nos invitaba a la dejadez.
Encontré la repuesta en la sutileza de tus gestos. Eras una mujer exquisita, con esa clase de elegancia natural que resulta provocadora. La puerta de mi casa se cerró tras nosotras. Teníamos toda la noche por delante.
Una tarde de julio
En ese momento me encontré contigo.
No alcanzo a recordar el nombre de la calle, la posición exacta de la mesa de aquella terraza en la que parecías esperarme. No puedo afirmar con seguridad si me fijé en ti o me elegiste. Pero puedo recordar como si fuera hoy que apagaste un cigarrillo mientras sostenías mi mirada, que cruzaste las piernas desafiándome y que el color de tu vestido era azul como tus ojos.
Contra las sombras de los edificios de la acera de enfrente el recorte de tu silueta surgió como de un sueño. Hube de entornar los ojos para no perderme. No parecías real. No debías serlo. Me miraste como si lo hicieras por primera vez. Supe entonces que no me habías reconocido. Aún no estabas preparada. Pero yo sabía de nosotras, por eso alargué la mano y te invité a sentarte.
Tú no querías dominarme, me lo dijiste cuando, mirándome directamente a los ojos, me pediste un lugar donde pasar la noche. No querías volver a casa dijiste. Deja que me pierda contigo, recuerdo que también lo dijiste. Y yo te cogí la mano sin saber porqué y sin saber porqué te sonreí.
Cruzaste la carretera despacio. Segura. Eras poderosa por lo consciente de tu debilidad. Y aunque pasaría mucho tiempo antes de estar preparada para canalizar tu fuerza, yo intuí en aquel momento que acabarías abandonándome.
No esperaba nada de aquel encuentro. Bajaste la mirada y yo pedí algo de beber. Querías construir conmigo un universo de silencios para refugiarnos del ruido que nos rodeaba y yo te dije que podíamos intentarlo. Toda la conversación era una absoluta locura que no nos conduciría a ninguna parte; pero allí sentada, en la terraza de una calle cualquiera, un día en que no sabía cómo emplear la tarde, me pareció que perderla contigo era lo mejor que podía hacer con mi tiempo.
Te sentaste a mi lado. La distancia que debió separarnos no existía. Tú me dijiste que no tenías nada que ofrecerme, yo te contesté que había dejado de esperar. Y así en un cruce de la vida, nos encontramos.
Decidimos no hablar de nosotras, inventar nombres en los que reconocernos por primera vez, mentir si la ocasión lo requería, nacer de nuevo para un encuentro casual una tarde de julio.
Me pareció bien no saber quién eras. No tener dónde buscarte. No tener dónde acudir si en adelante te echaba de menos. Uno no puede confiar su suerte a un extraño. La vida cotidiana debe quedar al margen.
Sin promesas dijiste, evitando usar cualquier tiempo verbal que no fuera presente. Y a mí me pareció bien.
Beber nos ayudó a no tener vergüenza. Encadenábamos frases que nos conducían hacia una conversación en la que nos reconocimos como en un espejo. Poco a poco abandonamos tu frivolidad y mi recelo para encontrarnos en aquellas palabras que nos devolvían la certeza de que la casualidad no existe.
Me perdí con la vida que se te escapaba de las manos, con una sonrisa contagiosa cargada de lágrimas, con esa clase de felicidad fingida que me hacía sentirte cerca. Y me deje llevar porque anochecía, porque el tráfico ya no molestaba y en la terraza no quedaba una mesa libre. Me hundí en la profundidad de unos ojos que cambiaban de color a medida que avanzaba la noche. Esto debe de ser el paraíso, me dije. Todo lo que había salido a buscar aquella tarde en que no pude quedarme en casa se encontraba frente en mí, al otro lado de una mesa cualquiera en una calle sin nombre. Me mirabas como quien mira un cuadro, con la curiosidad de un niño y la necesidad de un náufrago.
Y yo empecé a imaginar lo que podía ser quererte. Tú jugabas con una servilleta, ausente.
Me sedujo tu particular modo de observarme. Hablabas sin parar y me mirabas. A veces lo hacías de reojo como esperando que yo hubiese desaparecido; otras, alzabas los ojos por encima de la copa y te encontrabas conmigo. Calladas, regresábamos sobre las razones que llevan a dos mujeres a citarse en un bar. Recuerdo que estabas morena, que llevabas el pelo recogido y una falda larga. Me preguntaba como sería despertar todas las mañanas a tu lado. Quise que me abrazaras enseguida, estaba nerviosa y lo sabías, jugaba con la servilleta intentando distraer tu atención.
Me gustas mucho te dije inesperadamente. La servilleta cayó al suelo y tú sonreíste. Lo esperabas supongo. Complacida llamaste al camarero pidiendo la cuenta. Tenía prisa por salir de allí. Quería dejar de refugiarme en las palabras. Había desaparecido el miedo. La mesa que nos separaba era demasiado grande, necesitaba salvar la distancia y recorrerte la piel despacio. Y tú habías decidido seguirme en esta especie de aventura a la que me habías invitado unas horas antes.
Estabas muy hermosa. Ser sincera te sentaba bien. Y quise saber más de ti. Derrumbarte. O derrumbarme. O que nos derrumbáramos juntas. Si conocer la verdadera naturaleza de alguien te da poder, entonces yo lo quería, no para destruirte sino para poseerte. Deseaba ver como caían los muros de tu artificio y esperarte al otro lado de tu particular campo de batalla. Sabía que todavía no confiabas en mí pero también sabía que lo estabas intentando.
Caminamos con la urgencia del que acaba de descubrir que se hace tarde. Las calles se vaciaban. El calor disminuía. En un momento dado me rozaste tímidamente los dedos. Te miré en silencio y me volviste la cara. Te daba vergüenza. No querías hablar de ello.
Me asusté. Porque esperaba tu rechazo y a ti no parecía importarte. Te hubiera mirado pero sabía que me esperabas con la seguridad del que asume un riesgo.
Entraste primero en el ascensor. Hasta ese momento no me había fijado en tu espalda. Estabas delgada. Bajo aquella piel que apenas había tocado el sol adivinaba trazos de una historia. Quería recorrerte la columna con el dedo índice hasta llegar a la nuca, besarte lentamente en los hombros, hacer que te abandonaras a un abrazo inesperado que te dejaría indefensa.
Me adelanté a tus deseos. Podía verte a través del espejo. Me apoyé en ti dejándome hacer y tú que parecías tenerlo todo bajo control sólo alcanzaste a abrazarme. Sentía tu respiración, con la mandíbula a la altura del cuello me rozabas la mejilla. No quise darme la vuelta. Aún no estaba preparada. Cuando cerraste los brazos en torno a mí supe que todo estaba por hacer. Habíamos abandonado las palabras en las que nos refugiábamos, un silencio terapéutico nos invitaba a la dejadez.
Encontré la repuesta en la sutileza de tus gestos. Eras una mujer exquisita, con esa clase de elegancia natural que resulta provocadora. La puerta de mi casa se cerró tras nosotras. Teníamos toda la noche por delante.
2 Comments:
Encontrarse,buscar encontrar o encontrarnos es tan dificil o tan sencillo me ha gustado mucho tu relato Ainara,esta lleno de emocion de esa
que sentimos cuando encontramos lo que andabamos buscando.
By mcarmesi, at 7/7/05 21:20
Me encanta esta forma de relato que excede la concreción y se pierde en un mar infinito de descripciones interminables. Ideal
By Anónimo, at 1/5/08 17:00
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